Publicado el 14 diciembre 2008 - 07:12
Continuamos...
ERICH FROMM
EL DOGMA DE CRISTO
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...la gran mayoría de los cristianos, en especial, los obispos dirigentes, decidieron
de otro modo. Bastaba ahora tener a Dios en el corazón y confesar fe en Él cuando era
inevitable una confesión pública ante las autoridades. Era suficiente huir del culto
popular de ídolos; por lo demás el cristiano podía seguir en cualquier profesión
honorable; allí se le permitía entrar en contacto externo con la adoración de ídolos, y
debía conducirse prudente y cautamente a fin de que nunca se contaminara o ni
siquiera corriera el riesgo de contaminarse él o contaminar a otros. La iglesia adoptó
esta actitud en todas partes luego del comienzo de la tercera centuria. El Estado ganó
así numerosos ciudadanos tranquilos, respetuosos y conscientes, quienes, lejos de
causar ninguna dificultad, manteniendo el orden y la paz en la sociedad... Dado que
había abandonado su actitud rígida y negativa hacia el mundo, la Iglesia se convirtió
gradualmente en una fuerza sostenedora y reformadora del Estado. Si para fines
comparativos se nos permite introducir un fenómeno moderno, podríamos decir que
los fanáticos que huían del mundo y esperaban el Estado celestial del futuro, se
convirtieron en revisionistas del orden de vida existente.47
Esta transformación fundamental del cristianismo –de religión de los
oprimidos, en religión de los dirigentes y de las masas manejadas por ellos;
de expectativa en la inminente proximidad del día del juicio y la nueva era,
en fe en la ya consumada redención; de postulación de una vida moral y
pura, en satisfacción de la conciencia moral con ayuda de medios eclesiásticos
de gracia; de hostilidad hacia el Estado en cordial coincidencia con él– son
todos los elementos estrechamente ligados con el gran cambio final que se
describirá de inmediato. El cristianismo, que había sido la religión de una
comunidad de hermanos iguales, sin jerarquía ni burocracia, se convirtió en
“la Iglesia”, la imagen refleja de la monarquía absoluta del Impero Romano.
En la primera centuria no había ni siquiera una autoridad externa
claramente definida en las comunidades cristianas, que estaban por lo tanto
constituidas sobre la independencia y libertad del cristiano individual
respecto de los asuntos de la fe. La segunda centuria se caracterizó por el
desarrollo gradual de una unión eclesiástica con líderes autoritarios y, así
también, por el establecimiento de una doctrina sistemática de fe a la que el
cristiano individual, se debía someter. Originariamente no era la iglesia sino
Dios quien podía perdonar los pecados. Más tarde, extra ecclesiam nulla salus:
únicamente la iglesia ofrece protección contra cualquier pérdida de gracia.
Como institución, la iglesia se hizo sagrada en virtud de su fundación como
establecimiento moral que educa para la salvación. Esta función se limita a
los sacerdotes, especialmente al episcopado, “que en su unidad garantiza la
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47 Harnack, op. cit., pág. 143.
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legitimidad de la iglesia y ha recibido la jurisdicción de perdonar pecados”.48
Esta transformación de una confraternidad libre en una organización
jerárquica indica claramente el cambio psíquico que había ocurrido.49 Así
como los primeros cristianos estaban imbuidos de odio y desprecio por los
ricos educados y los dirigentes, en resumen, por toda autoridad, así los
cristianos de la tercera centuria en adelante estaban imbuidos de reverencia,
amor y fidelidad a las nuevas autoridades clericales.
Así como el cristianismo se transformó en todo sentido en las tres
primeras centurias de su existencia y se convirtió en una nueva religión en
comparación con la religión original, esto también fue válido con respecto al
concepto de Jesús. En el cristianismo primitivo prevaleció la doctrina
adopcionista, es decir, la creencia en que el hombre Jesús había sido elevado a
la dignidad de un dios. Con el desarrollo continuado de la iglesia, el concepto
de la naturaleza de Jesús tendió cada vez más al punto de vista pneumático:
un hombre no era elevado a la dignidad de un dios, sino que un dios
descendía para convertirse en hombre. Ésta fue la base del nuevo concepto de
Cristo, hasta que culminó en la doctrina de Anastasio, que fue adoptada por
el Concilio de Nicea: Jesús, Hijo de Dios, engendrado por el Padre antes de
todo tiempo, de naturaleza una con el Padre. La opinión arriana de que Jesús
y Dios Padre eran por cierto de naturaleza similar pero no idéntica es
rechazada a favor de la tesis lógicamente contradictoria de que dos
naturalezas, Dios y su Hijo, son sólo una naturaleza; esto es la afirmación de
una dualidad que es simultáneamente una unidad. ¿Cuál es el significado de
este cambio en el concepto de Jesús y su relación con Dios Padre, y hasta qué
punto el cambio en el dogma influye sobre el cambio de toda religión?
El cristianismo primitivo era hostil a la autoridad y al Estado. Satisfacía en
la fantasía los deseos revolucionarios de las clases bajas, hostiles al padre. El
cristianismo que fue elevado al rango de religión oficial del Imperio Romano
trescientos años más tarde tenía una función social completamente diferente.
Estaba, al mismo tiempo, destinado a ser una religión para los dirigentes
tanto como para los dirigidos, para los gobernantes y los gobernados. El
cristianismo cumplió la función que el emperador y el mitraísmo no podían
cumplir de modo tan completo, a saber, la integración de las masas en el
sistema absolutista del Imperio Romano. La situación revolucionaria que
había prevalecido hasta la segunda centuria había desaparecido. Había
sobrevenido la regresión económica; comenzaba a desarrollarse la Edad
Media. La situación económica condujo a un sistema de lazos y dependencias
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48 Cipriano, Epístola 69, 11.
49 Ver Harnack, History of Dogma, II, 67-94.
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sociales que alcanzaron políticamente su máximo en el absolutismo romano
bizantino. El nuevo cristianismo cayó bajo el liderazgo de la clase dirigente.
El nuevo dogma de Jesús fue creado y formulado por este grupo dirigente y
sus representantes intelectuales, no por las masas. El elemento decisivo fue
dejar la idea del hombre que se convierte en Dios y cambiarla por la de Dios
que se convierte en hombre.
Dado que el nuevo concepto del Hijo, que era por cierto una segunda
persona al lado de Dios y sin embargo una con él, hizo desaparecer la tensión
entre Dios y su Hijo y puso armonía entre ambos, y dado que evitó el
concepto de que un hombre pudiera convertirse en Dios, el nuevo concepto
eliminó de la fórmula el carácter revolucionario de la doctrina más antigua, a
saber, la hostilidad hacia el padre. El crimen de Edipo contenido en la
fórmula anterior, el desplazamiento del padre por el hijo, fue eliminado en el
nuevo cristianismo. El padre siguió intacto en su posición. Sin embargo,
ahora no era un hombre, sino su Hijo unigénito, que existía antes de toda
creación, quien estaba junto a él. Jesús mismo se convirtió en Dios sin
destronarlo, pues él había sido siempre un componente de Dios.
Hasta aquí hemos comprendido únicamente el punto negativo: por qué
Jesús ya no podía ser el hombre elevado a la dignidad de un dios, el hombre
puesto a la diestra del padre. La necesidad del reconocimiento del padre, de
la subordinación pasiva a él, podría haber sido satisfecha por el gran
competidor del cristianismo, el culto al emperador. ¿A qué se debió que fuera
el cristianismo y no el culto del emperador el que se convirtió en la religión
estatal oficial del Imperio Romano? Fue debido a que el cristianismo poseía
una cualidad que lo hacía superior para la función social que estaba
destinado a cumplir, a saber, la fe en el Hijo crucificado de Dios. Las masas
sufrientes y oprimidas podían identificarse con él en un grado mayor. Pero la
satisfacción fantaseada cambió. Las masas ya no se identificaban con el
hombre crucificado para destronar al padre en la fantasía, sino, en cambio,
para gozar de su amor y gracia. La idea de que un hombre se convirtiera en
un dios era un símbolo de activas tendencias agresivas y de hostilidad hacia
el padre. La idea de que Dios se convirtiera en hombre se transformó en un
símbolo del lazo tierno y pasivo con el padre. Las masas encontraron su
satisfacción en el hecho de que su representante, el Jesús crucificado, había
sido elevado a un status más elevado, convirtiéndose él mismo en un Dios
preexistente. La gente ya no aguardaba un inminente cambio histórico sino
que más bien creía que la salvación ya había tenido lugar, que lo que
esperaba ya había acontecido. Rechazaron la fantasía que representaba la
hostilidad hacia el padre y aceptaron otra en su lugar, la fantasía
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armonizadora del Hijo colocado junto al padre por la libre voluntad de éste
último.
El cambio teológico es la expresión de uno sociológico, es decir, el cambio
en la función social del cristianismo. Lejos de ser una religión de rebeldes y
revolucionarios, esta religión ahora de la clase dirigente estaba determinada a
mantener las masas en un estado de obediencia y a conducirlas. Sin embargo,
al retener al antiguo representante revolucionario, la necesidad emocional de
las masas se satisfacía de una manera nueva. La fórmula de la sumisión
pasiva reemplazó a la hostilidad activa hacia el padre. No era necesario
desplazar al padre, dado que el hijo había sido por cierto igual a Dios desde
el comienzo, precisamente porque Dios mismo lo había “emitido”. La
posibilidad verdadera de identificarse con un dios que había sufrido y sin
embargo desde el comienzo había estado en el cielo, y al mismo tiempo de
eliminar tendencias hostiles hacia el padre, es la base de la victoria del
cristianismo sobre el culto al emperador. Por otra parte, el cambio
experimentado en la actitud hacia figuras paternas reales, existentes –los
sacerdotes, el emperador y en especial los dirigentes– correspondió con esta
actitud cambiada hacia el dios padre. La situación psíquica de las masas
católicas de la cuarta centuria difirió de aquella de los primitivos cristianos en
el hecho de que el odio hacia las autoridades, incluyendo al dios padre, había
dejado de ser consciente, o a lo sumo lo era sólo relativamente; la gente había
depuesto su actitud revolucionaria. La razón de esto reside en el cambio de la
realidad social. Toda esperanza de derrocar a los dirigentes y alcanzar la
victoria para su propia clase era tan remota que, desde el punto de vista
psíquico, habría sido vano y antieconómico persistir en la actitud de odio. Si
no había esperanza alguna de derrocar al padre, entonces el mejor escape
psíquico era someterse a él, amarlo y recibir su amor. Este cambio de actitud
psíquica era el resultado inevitable de la derrota final sufrida por la clase
oprimida.
Pero los impulsos agresivos no podían haber desaparecido. Tampoco
podían siquiera haber disminuido, pues su causa real, la opresión impuesta
por los dirigentes, no había sido eliminada ni reducida. ¿Dónde estaban
ahora los impulsos agresivos? Apartados de los objetivos primitivos –los
padres, las autoridades–, se los volvió a dirigir hacia el propio ser individual.
La identificación con el Jesús sufriente y crucificado ofrecía una magnífica
oportunidad para ello. En el dogma católico, a diferencia de la doctrina
cristiana primitiva, el énfasis ya no estaba en el derrocamiento del padre sino
en la autoaniquilación del hijo. La agresión original dirigida contra el padre se
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volvió contra el propio ser, y de ese modo proveyó una vía de salida
inofensiva para la estabilidad social.
Pero esto era posible sólo en relación con otro cambio. Para los primeros
cristianos, las autoridades y los ricos eran la gente malvada que recibiría el
castigo merecido por su maldad. Por cierto que los primeros cristianos no
carecían de sentimientos de culpa causados por su hostilidad hacia el padre;
y la identificación con el Jesús sufriente había servido también para expiar su
agresión; pero es indudable que para ellos el acento no estaba en los
sentimientos de culpa y en la reacción masoquista y expiatoria. Para las masa
católicas, más tarde, la situación había cambiado. Para ellas ya no era a los
dirigentes a quienes había que culpar por las desdichas y sufrimientos; los
culpables eran más bien los sufrientes mismos. Deben reprocharse a sí
mismos si son desdichados. Sólo por medio de una constante expiación, sólo
por medio del sufrimiento personal pueden purgar su alma y ganarse el amor
y el perdón de Dios y de sus representantes terrenales. Mediante el
sufrimiento y la castración uno encuentra escape del opresivo sentimiento de
culpa y tiene una oportunidad de recibir perdón y amor.50
La Iglesia Católica entendió cómo acelerar y reformar de manera maestra
este proceso de cambiar el reproche contra Dios y los dirigentes y convertirlo
en el reproche de sí mismo. Acrecentó el sentimiento de culpa de las masas
hasta el punto de hacerlo casi insoportable; y al proceder así logró una doble
finalidad: primero, contribuyó a que los reproches y agresiones fueran
desplazados de las autoridades y dirigidos hacia las masas sufrientes; y,
segundo, se ofreció a estas masas sufrientes como un padre bueno y amoroso,
dado que los sacerdotes aseguraban perdón y expiación para el sentimiento
de culpa que ellos mismos habían provocado. Cultivó ingeniosamente la
condición psíquica de la cual ella, y también la clase superior, obtuvieron una
doble ventaja: la desviación de la agresión de las masas y la seguridad de su
dependencia, gratitud y amor.
Para los dirigentes sin embargo, la fantasía del Jesús sufriente no sólo
tenía esa función social sino también una importante función psíquica. Los
liberaba de los sentimientos de culpa que sentían a causa de la desdicha y
sufrimiento de las masas a quienes habían oprimido y explotado. Al
identificarse con el Jesús sufriente, los grupos explotadores podían ellos
mismos hacer penitencia. Podían consolarse con la idea de que, dado que
hasta el Hijo unigénito de Dios había sufrido voluntariamente, para las masas
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50 Ver las observaciones de Freud en Civilization and Its Discontents, Standard Edition, XXI, pág. 123 y siguientes.
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el sufrimiento era una gracia de Dios, y por lo tanto no tenían motivo para
reprocharse a sí mismos por causar tal sufrimiento.
La transformación del dogma cristológico, así como de toda la religión
cristiana correspondió sencillamente a la función sociológica de la religión
den general, el mantenimiento de la estabilidad social preservando los
intereses de la clase gobernante. Para los primeros cristianos era un sueño
bendito y satisfactorio crear la fantasía de que las autoridades odiadas serían
pronto derrocadas y que ellos mismos, ahora pobres y sufrientes alcanzarían
el dominio y la felicidad. Pero con su derrota final y después que todas sus
esperanzas demostraron ser en vano, las masas encontraron satisfacción en
una fantasía en la que aceptaban la responsabilidad de todo sufrimiento;
podían empero purgar sus pecados mediante su propio sufrimiento y luego
esperar ser amadas por un padre bueno. Él mismo había demostrado ser un
padre amoroso cuando, en la forma del hijo, se convirtió en un hombre
sufriente. Sus otros deseos de felicidad, y no sencillamente de perdón, se
satisfacían en la fantasía de un futuro venturoso, un futuro que estaba
destinado a reemplazar la condición históricamente feliz en este mundo que
habían esperado lo primeros cristianos.
Sin embargo, en nuestra interpretación de la fórmula homousiana no
hemos encontrado aún el único y esencial significado inconsciente. La
experiencia analítica nos lleva a esperar que detrás de la contradicción lógica
de la fórmula, a saber, que dos es igual a uno, debe hallarse oculto un
significado inconsciente específico al que el dogma debe su importancia y
fascinación. Este significado inconsciente y más hondo de la doctrina
homousiana se pone en claro si recordamos un sencillo hecho: hay una sola
situación real en que esta fórmula tiene sentido, la situación de la criatura en
el vientre materno. Madre e hijo son entonces dos seres y al mismo tiempo
son uno.
Hemos arribado ahora al problema central del cambio ocurrido en la idea
de la relación de Jesús con Dios Padre. No sólo el hijo ha cambiado: otro tanto
ha ocurrido con el padre. El padre, fuerte y poderoso, se ha convertido en la
madre que da abrigo y protección; el hijo una vez rebelde y luego sufriente y
pasivo, se ha convertido en el niño pequeño. Bajo capa del Dios paternal de
los judíos, que había logrado triunfar en la lucha con las divinidades
maternas del Cercano Oriente, la figura divina de la Gran Madre emerge otra
vez, y se convierte en la figura dominante del cristianismo medieval.
El significado que la divinidad materna tuvo para el cristianismo católico,
a partir de la cuarta centuria, se pone de manifiesto, primero, en el papel que
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la Iglesia, como tal comienza a desempeñar; y, segundo, en el culto a María 51.
Se ha demostrado que al cristianismo primitivo le era aún bastante ajena la
idea de una iglesia. Sólo en el curso del desarrollo histórico asume la iglesia
una organización jerárquica; la iglesia misma se convierte en una institución
sagrada y en algo más que meramente la suma de sus miembros. La iglesia es
la mediadora de la salvación, los creyentes son sus hijos, es la Gran Madre
sólo a través de la cual se puede alcanzar seguridad y bendición.
Igualmente reveladora es la restauración de la figura de la divinidad
materna en el culto de María. María representa esa divinidad materna que se
independiza al separarse del dios padre. En ella se experimentaban ahora
consciente y claramente y se representaban simbólicamente las cualidades
maternas, que siempre habían sido inconscientemente una parte de Dios
Padre.
En los relatos del Nuevo Testamento, María no es de ningún modo
elevada más allá de la esfera de la humanidad ordinaria. Con el desarrollo de
la cristología, las ideas acerca de María adquirieron una prominencia cada
vez mayor. Cuanto más la figura del Jesús histórico y humano retrocedía a
favor del preexistente Hijo de Dios, tanto más se deificaba a María. Si bien, de
acuerdo con el Nuevo Testamento, en su matrimonio con José, María siguió
teniendo hijos, Epifanio rechaza esta opinión tratándola como herética y
frívola. En la controversia nestoriana se llegó en 431 a la decisión, contra
Nestorio, de que María no era sólo la Madre de Cristo sino también la Madre
de Dios, y a la terminación de la cuarta centuria surgió un culto de María y
los hombres le elevaban oraciones. Aproximadamente en la misma época la
representación de María en las artes plásticas comenzó a desempeñar un
papel importante y cada vez mayor. Las centurias siguientes asignaron cada
vez más importancia a la madre de Dios, y su adoración se hizo más
exuberante y más general. Se le erigieron altares y sus cuadros eran exhibidos
en todas partes. De receptora de gracia se convirtió en dispensadora de
gracia 52. María con el niño Jesús pasó a ser el símbolo del medioevo católico.
Los tormentos del hambre se convierten en un pregustar psíquico de “castigos”
posteriores, y por medio de la escuela del castigo se convierten en el mecanismo
primitivo del autocastigo, que finalmente en la melancolía adquiere un significado tan
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51 Ver J. Storfer, Marias jugfräullisches Mutterschaft. Berlín, 1913.
52 La conexión de la adoración de María con la adoración de las divinidades maternas paganas se ha estudiado muchas veces. Un ejemplo particualrmente claro se halla en las coliridianas, quienes, como sacerdotisas de María, pasean tortas en una solemne procesión que se realiza en un día dedicado a ella, similar al culto de la reina cananea del cielo mencionada por Jeremías. Ver Rösch (Th. St. D., 1888, pág. 278 y siguientes), quien interpreta la torta como un símbolo fálico y ve a las María adorada por las coliridianas como idéntica a la Astarté fenicio-oriental. Ver Realen zyklopädie für die protestantische Theologie und Kirche, vol. XII. Leipzig, 1915.
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funesto. Detrás del ilimitado temor al empobrecimiento sentido por el melancólico no
se esconde otra cosa que el temor de morir de hambre; este temor es la reacción de la
vitalidad del residuo normal del yo ante el amenazante y melancólico acto de
expiación o penitencia impuesto por la iglesia. Beber del pecho sigue siendo sien
embargo el ejemplo radiante del infalible e indulgente ofrecimiento de amor. No es por
cierto accidental que la Madonna amamantando al niño se haya convertido en
símbolo de una religión poderosa y por su mediación en el símbolo de toda una época
de nuestra cultura occidental. Soy de la idea que considerar el complejo de
significados de expiación y perdón de la culpa como derivado de la primitiva
experiencia infantil de rabia, hambre y beber del pecho, resuelve el enigma de por qué
la esperanza de absolución y amor es probablemente la configuración más poderosa
que encontramos en los niveles más elevados de la vida psíquica humana 53.
El estudio de Radió hace claramente inteligible la relación que existe entre
la fantasía del Jesús sufriente y aquella del niño Jesús en el pecho materno.
Ambas fantasías son una expresión del deseo de perdón y expiación. En la
fantasía del Jesús crucificado, el perdón se logra por una actitud pasiva y
autocastradora de sumisión al padre. En la fantasía del niño Jesús en el pecho
de la Madona falta el elemento masoquista; en lugar del padre encontramos a
la madre que, mientras apacigua al niño, concede perdón y expiación. La
misma sensación dichosa constituye el significado inconsciente del dogma
homousiano, la fantasía del niño amparado en el útero.
Esta fantasía de la gran madre perdonadora es la gratificación óptima que
el cristianismo católico tenía para ofrecer. Cuanto más sufrieran las masas,
tanto más se asemejaría su situación real a la del Jesús sufriente y tanto más
podría y debería aparecer la figura del lactante feliz junto a la figura del Jesús
sufriente. Pero esto significaba también que los hombres tenían que hacer una
regresión a una actitud pasiva e infantil. Esta posición excluía la revuelta
activa; fue la actitud psíquica correspondiente al hombre de la sociedad
medieval estructurada jerárquicamente, un ser humano que se halló
dependiendo de los gobernantes, que esperaba obtener de ellos su mínimo de
mantenimiento y para quien el hambre era una prueba de sus pecados.
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53 Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse, XIII, 445.
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